Hasta hace poco tiempo la violencia contra las mujeres se creía de carácter privado, es decir que era un asunto personal y se tenía que resolver en el contexto familiar; era entendida como un “derecho” de los hombres, como algo normal -e incluso legítimo-, por tanto, ni el gobierno otras instituciones debían intervenir.
Cuando la mujer está inmersa en al circulo de la violencia, cree que la conducta de su pareja depende de su propio comportamiento, se siente responsable e intenta una y otra vez cambiar las conductas del maltratador. Sin embargo, cuando observa que sus expectativas fracasan de forma reiterada, desarrolla sentimientos de culpa y vergüenza. Además, se siente mal por no ser capaz de romper con la relación y por las conductas que ella realiza para evitar la violencia: mentir, encubrir al agresor, tener contactos sexuales a su pesar, “tolerar” el maltrato a los hijos(as), etcétera.
Con el paso del tiempo, el maltrato se hace más frecuente y severo, se desarrollan síntomas depresivos, como la apatía, la indefensión y la desesperanza.